jueves, 12 de diciembre de 2013

Recuerdos de un colegial

   
Hoy vengo en plan nostálgico. No era mi intención. Me ha sucedido algo parecido a lo que le pasó al narrador de la monumental obra “En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust, cuando al probar un trozo de magdalena con el acompañamiento de unas cucharadas de té le vinieron a la memoria vivencias de su infancia con tal intensidad que parecía que las  estuviese reviviendo en ese mismo instante en que daba buena cuenta del bollo en cuestión. Y es que salía yo el otro día de casa cuando, a los pocos metros, vi venir de frente a una pareja entrada en años. Como de costumbre, iba distraído, atento exclusivamente en subirme la cremallera de la cazadora  como único remedio para luchar contra el frío siberiano que nos azota en las últimas jornadas. El caso es que, a medida que se acercaban y sus rostros iban recobrando nitidez, no tardé en reconocerlos. No había lugar a dudas. Eran ellos. Hacía años que no los veía. De repente mi memoria dio un salto en el tiempo de veinticinco años hacia atrás. Se dice pronto, sí. El flash-back duró solo un instante, lo suficiente como para esbozar una sonrisa de agradecimiento. Cuando llegué a su altura tuve la intención de llamarles la atención para saludarles, pero al final pudo más la vergüenza y desistí. Desde el mismo momento en que pasé de largo me lamenté de no haber intercambiado unas palabras con ellos: el miedo a que no se acordaran de mí cedió ante cualquier otra consideración. Pero a pesar de la fugacidad del momento, tuvimos tiempo de que nuestras miradas se entrecruzaran: la mía henchida de melancolía, rememorando tiempos de inocencia y despreocupaciones; la de ellos, vivaracha, alegre, jovial.
                                                                                   
   Don Paco y la señorita Flori. Sí. Ellos fueron el matrimonio de profesores que me encontré y que me dieron clases durante el segundo ciclo de la Educación General Básica (E.G.B) en el Colegio Público “Los Arcos” de Malpartida de Cáceres. Y claro, siempre es agradable revivir una época marcada por la felicidad. Don Paco nos impartía clases de Ciencias Naturales y la señorita Flori las de pretecnología. Mientras que aquél luchaba porque prestáramos atención a sus lecciones sobre el ciclo del agua, la fotosíntesis, las capas de La Tierra, el aparato digestivo y otras cuestiones varias, con Flori aprendíamos a hacer marionetas con tubos de papel higiénico, globos rellenos de arena, papel de periódico y pegamento Imedio. ¡Qué tiempos aquellos en los que las nuevas tecnologías no entraban en las aulas! Y atendíamos a las explicaciones guardando el respeto debido, sin rechistar. Porque en nuestra época el maestro era como un semidiós: se les respetaba tanto o más que a nuestros padres. Antes no cabía en cabeza humana que el niño llegara a casa lloriqueando porque el profesor le había reñido y hecho pasar un mal rato delante de los demás. Aquí el lema era que si te daban el toque en el colegio más valía que no se enterasen tus padres porque, de lo contrario, la bronca en casa estaba asegurada. ¿Igualito que ahora, verdad?, que no le falta tiempo al indignado padre de turno para plantarse en el despacho del director, exigiendo explicaciones por el hecho de que su niño tiene la moral tocada porque el profesor le ha cogido ojeriza.

   En  aquellas aulas, presididas por el crucifijo y el retrato del Rey, Don Fernando y Don Jesús se encargaban de transmitirnos sus conocimientos de lengua y literatura; Don Fermín se dedicaba a hacernos comprender cuestiones tan vitales para la humanidad como las ecuaciones y las fracciones; Don Jacinto había veces que perdía la paciencia al intentar descubrirnos el maravilloso mundo de las Ciencias Sociales; Agustín o Jose, en distintos cursos, nos hacían el test de Cooper un día sí y otro también (tengo para mí que a veces corríamos más de los 12 minutos previstos); Don Miguel Ángel hacía ímprobos esfuerzos para que el inglés se convirtiera en nuestra segunda lengua materna. Sé que me olvido de otros, pero estos son los que más huella dejaron en mi recuerdo. Y allí estábamos gentes como Pedro Barra, Vicente, José Manuel Morán, Perico Hisado, Pedro Miguel, Juanjo, Antonio Lancho, Nieves, María José, Diego “Perales”, Andrada, Pérez, Raúl y otros muchos. Nunca me olvidaré de la tarde –antes también teníamos clases por la tarde- en la que Don Jesús poco menos que cogió a Pérez por el cuello porque estaba entretenido haciendo filigranas en el cuaderno en vez de atender a sus explicaciones. Como tampoco se me olvidará el día en que Diego “Garrafuche” tuvo a bien tirarme de una de las peñas que adornan el patio del colegio, con la consecuencia de un codo fracturado y una bonita cicatriz de veintidós puntos para toda la vida. O del día en que Jorge Campos Canales, éste sin mala intención, tiró de la acera un tablón de obras que había junto a una de las aulas y que inesperadamente fue a parar al empeine de mi pie. O aquel otro en que, estando en pleno recreo, algo le sucedió a Antonio Quintana y vimos a su hermano Javi corriendo por todo el patio pegando unos gritos de espanto, suplicando que no hubiera pasado nada grave.

   En fin, que echa uno la vista atrás y se acumulan los recuerdos. Como aquella vez en que Don Fernando me preguntó por el significado de la expresión “venir como anillo al dedo” y yo, ni corto ni perezoso, con el aplomo que dan la ignorancia y la inconsciencia, resolví que aquello venía a significar algo así como que si vas por la calle,  te encuentras un anillo, te lo pruebas y te queda bien… ¡pues te lo quedas! ¡Qué paciencia hubieron de tener con nosotros aquellos profesores! Con algunos más que con otros, porque recuerdo a un compañero llamado Gervasio –no sé si estaba en mi misma clase- cuyas proezas corrían de boca en boca cuando salíamos al recreo. Eso sí, ni punto de comparación con lo que sucede hoy en día en la enseñanza. Porque nosotros podíamos ser …, no sé…, inquietos, pongamos por caso. Pero es que en la actualidad esa inquietud se ha transformado en una rebeldía rayana en lo delictivo. Y eso de llamar de “don” o “doña” al profesorado, ¡vamos, ni por asomo!  Pero bueno, que no es mi intención transitar por estos andurriales, que a este tema ya le dediqué en tiempos el correspondiente artículo.  Por eso, y como colofón a toda esta retahíla provocada por un encuentro fortuito,  la próxima vez que vuelva a cruzarme con alguno de mis antiguos profesores me he propuesto saludarlos, aunque corra el riesgo de que no se acuerden de mí. Contingencia, por cierto, que no me acecha con aquellos que aún siguen viviendo en Malpartida, como Don Fernando y Don Jacinto, con los que me paro cada vez que los veo y a quienes les sigo guardando el mismo respeto o más del que les tenía entonces.

   

1 comentario:

  1. Flori también fue mi profesora de pretecnología, la recuerdo perfectamente. Y a don Paco también, por alguna sustitución que hizo. Yo viví la misma situación, repetidas veces, con don Carlos, mi maestro de 3º de EGB: durante un período largo, varios años, nos mirábamos y nos sonreíamos. Hasta que, hace aproximadamente un año, me acerqué a saludarlo en la cafetería del Hotel Extremadura y me senté a charlar con él un rato. No hay mayor suerte que la de haber disfrutado una infancia tan feliz como la que nos regalaron nuestros padres.

    Añado un dato histórico, aunque seguro que lo recuerdas: cuando llegamos a malpartida, nuestro colegio se llamaba "Licinio de la Fuente".

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