viernes, 7 de septiembre de 2012

El parricida impasible.


   Si Rubens o Goya hubieran conocido a José Bretón, el protagonista de sus mitológicos lienzos sobre “Saturno devorando a su hijo” tendría el rostro imperturbable del que ha cometido uno de los crímenes más horrendos y que más violentamente han sacudido la conciencia de la sociedad española. Quizás desde el caso de las niñas de Alcasser, en noviembre de 1992 , o desde la masacre de Puerto Hurraco en la canícula agosteña del 90, no se recuerde una tragedia humana de tales dimensiones. En esta ocasión los inocentes cadáveres pertenecen a dos hermanos, Ruth y José, de seis y dos años respectivamente, asesinados a manos de un padre que a partir de ahora ocupa un puesto destacado en la lista de la crónica negra de este país. Su nombre aparecerá al lado de especímenes como Antonio Anglés, los hermanos Izquierdo, el Rafita, Santiago del Valle o el Cuco.

   El caso de José Bretón se ha visto salpicado por la polémica actuación de policía científica, cuyo informe oficial aseguraba que los huesos hallados en la finca de “Las Quemadillas” no pertenecían a restos humanos sino a pequeños roedores. El tesón de la familia materna, que encargó un nuevo informe pericial, ha puesto de manifiesto un fatal error policial que bien podría haberse evitado si se hubiera puesto más celo en la investigación, aparte de aliviar el dolor de una madre que, gracias a su férrero carácter, no se ha visto envuelta en una espiral de locura como la que nos habría alcanzado a la mayoría de nosotros de haber pasado por una experiencia similar. No ha estado afortunada la policía, como tampoco lo estuvo en el caso de Marta del Castillo, lo cual ahonda aún más en la impotencia de quienes confiamos en el Estado de Derecho para aplacar a aquéllos que no tienen escrúpulos a la hora de llevar a cabo las mayores atrocidades de que una mente enfermiza puede ser capaz. Más de un jefe de policía ha debido de mostrar menos protagonismo mediático y más dedicación profesional ante un caso que ha sacado a relucir las vergüenzas de un cuerpo tan solvente como el de la Policía Nacional. Como dijo el Ministro del Interior, hasta el mejor escribano hace un borrón, pero sería deseable que las chafarrinadas surjan en otros ámbitos de menor embergadura y no en uno en el que se están ventilando cuestiones tan importantes.

   Si todo asunto de esta naturaleza debe ser tratado con la mayor cautela posible para no dañar la sensibilidad de familiares y amigos, ni que decir tiene que esa prudencia debe redoblarse con mayor énfasis tratándose de menores de edad. Eso sería lo lógico en un país civilizado. Pero siempre hay fisuras por las que se escapan la moderación y mesura que deben presidir el comportamiento de los encargados de transmitir la información de sucesos, terreno este último en que abundan los buitres en busca de carnaza, profesionales del dolor ajeno a la espera de festines con los que saciar su insana voracidad. Ahí tenemos a las reinas de la crónica rosa, Ana Rosa Quintana -más conocida como AR en los ambientes de la farándula, una mala copia de Opra Winfrey, aunque en los literarios tampoco pasan desapercibidas sus artimañas para escribir libros- y a Susana Griso. Es cierto que esta última, procedente del periodismo serio de los informativos, ha chapoteado menos en el lodo de la telebasura, pero aparte de esto en nada más se distingue de su correligionaria catódica. Por eso, no se dejen engañar por sus buenos modales, su hablar calmado y sus caras angelicales con falsas y forzadas sonrisas: están dispuestas a servirnos carne cruda con tal de hacer subir el share y ganar a su contrincante usando los medios que sean precisos, en una especie de aquelarre en el que diseccionan con fruición los cuerpos inertes sobre una mesa de frío mármol rebosante de los miles de euros procedentes de la publicidad, dejando para los estudiantes de periodismo los principios éticos y morales que deben presidir el ejercicio de tan digna profesión. Aunque ya no queden hienas como Jordi González, tampoco faltan víboras como estas dos pseudoperiodistas con exceso de cinismo y carencia de pudor. Hasta Nieves Herrero sentiría vergüenza.

   Que el peso de la Ley recaiga sobre los hombros de un ser pusilánime que sigue negándose a reconocer lo que la madre de los niños sabía desde el mismo momento de su desaparición. ¿Qué tendrá este asesino en la sangre para que aún no se haya derrumbado ante el acoso de las pesquisas policiales y judiciales, a qué espera este monstruo inmundo para admitir la autoría de un crimen por el que esperemos que pase el resto de sus días entre rejas? No olvidemos nunca la atrocidad cometida por este individuo, por si dentro de diez o quince años nos ponemos sentimentales y asoman a nuestro corazón la compasión y la piedad, tal y como está sucediendo estos días con el etarra Bolinaga. Para evitar caer en lo que supondría en un ejercicio imperdonable de amnesia colectiva no es necesario que desde la caja tonta nos sirvan a todas horas el drama en su faceta más frívola y escabrosa, basta que no se nos olvide que al carcelero Bolinaga no le tembló el pulso a la hora de mantener sepultada a su víctima durante 532 días, ni que el tal Bretón calcinó a sus hijos sin una lágrima en sus ojos, sin un ápice de arrepentimiento. Está muy bien todo eso de la reinserción social de los delincuentes, pero hay casos que no admiten ninguna duda. Entendida ésta como uno de los nombres de la inteligencia, como dejó escrito Borges, ello me lleva a defender la cadena perpetua revisable como un mecanismo penal ante el que futuros asesinos, ya sean etarras o delincuentes comunes, se lo piensen dos veces antes de llevar a efecto sus sanguinarios actos.

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