lunes, 16 de abril de 2012

El desmoronamiento de la Monarquía.


   Este sábado catorce de abril se conmemoraba el 81 aniversario de la proclamación de la Segunda República española. Ese mismo día, para que luego digan que no existen las casualidades, los medios de comunicación bullían como hacía mucho tiempo que no se recordaba ante la noticia de que Don Juan Carlos había sufrido una caída en Botswana mientras cazaba elefantes. ¡Ah!, ¿pero es que el rey estaba en África? A lo que se ve, sí. Lo desconocía, incluso, el Gobierno, en un acto de descoordinación impropia de las circunstancias. Ahora ya se entiende por qué el monarca no había acudido a visitar a su nieto a la clínica Quirón de Madrid desde que ingresó tras el accidente que sufrió al autolesionarse en un pie con un arma de fuego. ¿Y la reina? Pues hasta esta mañana estaba en Grecia; se ha pasado media horita por el hospital para la visita de rigor. ¡Cuántos estarán echando de menos la mano izquierda de Don Sabino Fernández Campo!
                                      
   Ni todas las actividades antimonárquicas de los últimos años han logrado un efecto tan demoledor para la imagen de la Corona como la instantánea del rey posando con el mastodóntico cadáver del paquidermo; ni siquiera los escándalos protagonizados por Urdangarín han ocasionado semejante estropicio. Con la que está cayendo en España, con una crisis económica galopante a la que no se le atisba un final inmediato, con la prima de riesgo por las nubes, con una tasa de paro escandalosa, con rumores constantes de rescate y con la peronista Cristina Fernández de Kirchner apunto de nacionalizar la filial de Repsol en Argentina, Su Majestad no ha tenido mejor ocurrencia que irse a pegar unos tiros a África. Lo ha hecho de tapadillo, sin avisar a nadie. Su mala pata lo ha delatado, desvelando que todos conociéramos dónde estaba pasando el tiempo mientras el país deambula por una delicada espiral de decadencia. Que tiene derecho al ocio y al esparcimiento, sí; pero que debe escoger la oportunidad del momento en que puede disfrutar de sus hobbies, también. De nada sirven las explicaciones de que el safari en cuestión haya sido pagado por un grupo de empresarios, sin coste alguno para el erario público. El daño es ya irreparable. ¡Qué buena materia prima habría hallado Castelar para dar contenido a su celebérrmio artículo “El Rasgo”!


   La Monarquía se está cavando su propia tumba. Es un secreto a voces que las relaciones entre los miembros de la Familia Real no transcurren por su mejor momento. Los continuos desplantes con que Don Juan Carlos obsequia a Doña Sofía en los actos públicos a los que acuden no favorecen en nada la sensación de normalidad que se debe transmitir desde la cúspide de nuestro sistema democrático. Los republicanos, pocos pero muy activos y ruidosos, están de enhorabuena, pues no van a dejar pasar la oportunidad de abrir el debate sobre la forma de Gobierno: Monarquía o República. Hay que reconocer que en esto son unos auténticos maestros, aunque no es menos cierto que Don Juan Carlos, supongo que muy a su pesar, les está siguiendo el juego. El rey, que siempre se ha caracterizado por su prudencia y mesura, no puede contribuir con su actitud a socavar las bases sólidas de la institución que representa -el desdoro de su persona redunda en el descrédito de la Corona-, y por muy arraigadas que estén las raíces monárquicas, la ciudadanía no tendrá reparos en olvidar los notables servicios prestados al país por Su Majestad si la Familia Real no cambia de rumbo y se reconduce por otros derroteros.  Si alguna lección podemos extraer de la Historia es que los afectos tienen fecha de caducidad: que se lo pregunten a Isabel II o a Alfonso XIII, que pudieron comprobar cómo aquellos que los aplaudían y jaleaban días antes de su destronamiento no dudaron lo más mínimo a la hora de enarbolar la enseña tricolor.

   Si la Tercera República hace su aparición no será por la fuerza de sus ideas, sino por la debilidad de la Corona. España, a pesar de todo, es monárquica, no sólo “juancarlista”. Algunos pregonan que ha llegado el momento de que el rey abdique en el Príncipe de Asturias, ahora que todavía quedan monárquicos, especie que, a este paso, corre el riesgo de ser declarada en extinción. Aunque el rey disfrutara de buena salud, que no es el caso, sus setenta y cuatro años aconsejan que vaya dejando sitio al heredero para que empuñe el cetro, ciña la corona y se aposente en el trono de sus antepasados. Hoy más que nunca tienen aplicación las palabras pronunciadas por el Almirante Aznar, último Jefe de Gobierno de Alfonso XIII cuando, a la salida del Palacio de Oriente, tras las elecciones municipales del 12 abril de 1931 y a preguntas de los periodistas de cuál era la situación después del apogeo de las izquierdas, el militar se limitó a responder: “España se ha acostado monárquica y se ha levantado republicana”. La conducta poco edificante de aquel a quien la Constitución española califica como símbolo de la unidad y permanencia del Estado puede dar al traste con siglos de tradición monárquica.

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